Bienvenido a este blog, dónde podrás descubrir un mundo lleno de personajes que sienten como tú. Comparte conmigo este sueño y ayúdame a alcanzarlo.

Espero que disfrutes leyendo tanto como yo lo hago escribiendo, porque en esta historia también estás tú, que aprendiste a madurar, a conocer, a enamorarte, a elegir, a equivocarte…

Todos vivimos nuestro propio Riverside.

viernes, 26 de octubre de 2012

CAPÍTULO 1

Rachel Anette Parker. Ese fue el nombre con el que el reverendo Jack mojó mis pequeños y castaños rizos al bautizarme en la parroquia de mi barrio, en mi ciudad natal de Long Beach, hacía ya 18 años. Y la estampa de aquel día bien podría resumir mi vida hasta entonces. Una gran reunión de familiares y amigos organizada por un solo hombre, mi padre. Alguien que apenas necesitaba un brindis para tener una buena excusa y poder montar decenas de barbacoas domingueras en casa. Y aquel día no iba a ser menos, pues la vida les había regalado a mi madre y a él, su único bebe: yo.
Y así crecí, sin hermanos pero con una decena de primos de poco más o poco menos mi edad. Siempre en el mismo colegio y siempre los mismos amigos. Jamás mi vida había virado más de 10 grados. Nunca... hasta entonces.

Era miércoles, 10 de octubre. Apenas había amanecido y ya estaba totalmente desvelada. Hubiese culpado de mi insomnio a la ilusión por mi cumpleaños si hubiese sido años antes y si no llevara ya varios días durmiendo fatal. Hacía unos meses que había recibido la carta de aceptación para la universidad de Riverside, un Campus joven que crecía a pasos agigantados y en el que tenía puestas todas mis expectativas de futuro. Pero también era motivo de todas mis preocupaciones en ese momento. Un curso entero fuera de casa, viviendo sola y sin conocer a nadie. Obligada a vencer mi timidez y hacer nuevos amigos. Afrontar mi etapa más dura como estudiante y hacerlo de la mejor manera posible, puesto que la meta de aquel viaje era convertirme en periodista, el sueño que tenía desde que era una niña y solía escribir todos lo que sucedía a mi alrededor, alucinando más con las peripecias de Lois Lane que con las heroicidades de Superman.
Había oído ya miles de experiencias y me habían dado un sin fin de consejos, sin embargo, nadie había conseguido calmarme, más bien todo lo contrario.

No pude evitar dar un bote cuando el despertador me sacó de mis preocupaciones con un quejido de lo más irritable. Lo apagué con rabia y apunto estuve de lanzarlo contra la pared cuando recordé por qué lo había activado. Di un salto de la cama como si quemara y una sonrisa de oreja a oreja se instaló en mi cara mientras corría hacia la ventana. La claridad del día al retirar la cortina me cegó y tuve que apretar fuertemente los ojos varias veces hasta acostumbrarme a ella.
Mi habitación estaba en la planta más alta de la casa, la buhardilla. Desde pequeña tenía muy claro que aquel lugar sería mi dormitorio cuando ya fuera adolescente y necesitara un poquito de intimidad. La había elegido por muchos motivos, pero sobretodo, me encantaba la amplia visión que tenía de mi calle desde allí. En ese momento estaba casi desierta, sólo mi vecino Henry y sus patadas al pedal de arranque de su anaranjada Fischer MRX 650 perturbaban tanta calma.
Vivía en un barrio muy tranquilo, a pocos metros de la playa. Las parcelas de las casas eran todas del mismo tamaño, sin embargo, cada vecino había decidido a su gusto el diseño de sus viviendas y sus jardines. Algo que le daba un colorido especial a aquel residencial. Mis padres habían elegido la madera y la pintura blanca para la nuestra. A la derecha construyeron el garaje y justo en la entrada, un pequeño porche donde mi madre solía dar rienda suelta a sus prodigiosas manos y pasar tardes y tardes pintando. En la parte trasera de la casa hicieron un amplio jardín totalmente acondicionado para el disfrute de esas continuas reuniones multitudinarias que adoraba mi padre. Y para terminar, justo debajo de mi ventana, estaba el balcón lleno de macetas que daba a la habitación de mis padres. Mi madre amaba las plantas y aquella terracita fue un requisito imprescindible en el proyecto del arquitecto que se ocupó de nuestra humilde morada.

El rugido atronador de la moto de Henry al arrancar llamó mi atención y observé como se montaba sobre ella y tomaba dirección norte. Imaginé que iba hacía el polígono industrial donde trabajaba como ingeniero y sentí un hormigueo en el estómago cuando lo vi desaparecer al final de la carretera. Aquello sólo significaba una cosa, el motivo de mi vigilancia estaba a punto de aparecer. Apoyé mi hombro derecho sobre la pared, ocultándome lo máximo posible y miré casi de reojo a la casa de enfrente. Me encogí involuntariamente cuando, un par de minutos más tarde, la puerta comenzó a abrirse y aquel inexplicable nerviosismo me azotó como siempre en cuanto lo vi.
Allí estaba, ataviado con pantalones cortos oscuros y sudadera blanca, estirando los músculos de sus piernas y preparándose para correr por la playa como hacía cada mañana. Sonreí tontamente al ver su cara adormilada y su alborotado pelo castaño. Sentí que mis rodillas se aflojaban. Aquello era algo que ni yo misma podía entender. Un extraño sentimiento de torpeza y debilidad que se apoderaba de mí sin que pudiera controlarlo.
Mi criptonita se llamaba Matthew Hurley. Un joven de 19 años que se había mudado con su madre y su hermana a la casa de enfrente hacía ya un tiempo. La primera vez que lo vi fue mientras trasportaba un par de sillas desde el camión de mudanzas hasta la entrada de su nueva vivienda. Nuestras miradas se cruzaron y él me sonrió amablemente. Yo tropecé cuando intenté darle la bienvenida y casi me caigo en sus narices. Desde entonces, esos profundos ojos verdes no me dejaron volver a sentirme normal. Me ponía tan nerviosa cuando lo tenía cerca que siempre me pasaba algo que me hacía sentir totalmente inepta.
Aquel chico me gustaba, eso estaba claro. Y lo sabía porque alguien tan despreocupada como yo, no hacía cosas como madrugar para verlo, instar a mi madre a sacarle información a la suya o pasar más tiempo soñando despierta que dormida por su culpa. No, definitivamente, esas cosas no eran normales en mí. Yo pasaba de los chicos. Me había gustado alguno que otro y había salido con un par de ellos, aunque nunca me lo tomé en serio. Pero con él era distinto. Mi madre siempre me decía que estaba enamorada pero yo sabía que eso era imposible. ¡Si ni siquiera había hablado con él! Cosa lógica a sabiendas que mi lengua se trababa sólo con pensarlo. No quería ni imaginar qué sucedería si me atreviera a conversar con él.

-          ¿Ya estás espiándolo otra vez? – preguntó mi madre entrando en mi habitación con un montón de ropa doblada en las manos.
-          Sabes que no lo espío, sólo… lo admiro – le contesté sin desviar la vista de mi vecino.
-          Pero Rachel... – soltó la ropa en una silla y me miró - ¿No crees que deberías decirle algo ya?
-          Ya sabes lo que me pasa cuando intento acercarme a él. – observé como Matt empezaba a correr dirección a la playa.
-          Eso sólo es inseguridad. Supérala y habla con él de una vez. Estoy convencida de que no muerde.
-          Ojalá mordiera. Al menos tendría una razón lógica para mi estúpida actitud.
-          El amor es lo que tiene. – sonrió burlona – Tu problema es que no quieres aceptarlo. – me recriminó aún en tono de broma – Y ahora, arregla toda esta jungla que seguro que aquí, sí hay cosas que muerden.
-          Está bien mamá. – acepté a regañadientes apartando la vista de mi ventana. Ya no alcanzaba a verle. - ¿A qué hora vienen todos?
-          Vienen después de comer. He convencido a papá para que modere el número de invitados y no monte mucho jaleo. Lo típico, la tarta, las velas y los regalitos. Ya sabe que esta noche sales con tus amigos. Así que puedes estar tranquila.

¿Tranquila? Con mi padre eso era ser demasiado optimista. Digamos que me mantendría a la expectativa y simplemente usaría la paciencia. Porque preparar, seguro que estaba preparando algo. A veces, seguían tratándome como una cría, pero era el precio que tenía que pagar por ser hija única.

Mi madre me dejó a solas y procuré dejar mi leonera lo más decente posible. Al terminar fui directa a darme una ducha. Unos vaqueros y una camiseta roja fue lo que elegí para el día de mi cumpleaños. No era nada especial, más bien todo lo contrario. La comodidad y la naturalidad eran mi estilo propio. La moda no era algo que me obsesionara. Y aunque siempre iba bien conjuntada, tenía claro que no perdería demasiado tiempo delante de un espejo o un estuche de maquillaje. Mi modelo estaba en casa. Mi madre, guapa y con estilo, seguía teniendo un cutis envidiable y jamás había dedicado más de media hora a arreglarse. Yo tenía claro que seguiría sus pasos.

Bajé las estrechas escaleras de casa con tranquilidad para dirigirme a la cocina, me moría de hambre. Había conseguido despejarme y dejar mi mente en blanco por unos instantes. Sin embargo, mi padre tardó muy poco en volver a ponerme de los nervios. Aunque esta vez no tuvo nada que ver con la Universidad.

-          ¿Con quién sales esta noche, Rach? – me preguntó con recelo mientras se untaba la mantequilla en su bollo.
-          Con mis amigos, papá. ¿Con quién si no?
-          ¿Amigos? – acentuó la última sílaba – ¿Qué clase de amigos?
-          Sí, también van chicos. – contesté tranquilamente – pero no te preocupes. Los conoces a todos y no me gusta ninguno.
-          ¿Seguro? – frunció el ceño.
-          Déjala en paz de una vez, John. – interrumpió mi madre – Ve a tirar la basura cariño. – me dijo terminando de atar las bolsas.
-          Gracias mamá. – resoplé burlándome de mi padre.

Sujeté una bolsa con cada mano y me dirigí a la puerta mientras oía a mi madre sermonear a mi padre

-       Ya  no es ninguna niña. Es normal que salga con gente de su edad. No sé     qué va a ser de ti cuando se vaya a la universidad. Voy a tener que llevarte al psiquiatra. – No pude evitar reír entre dientes.

La puerta se cerró a mi espalda y llegué hasta el cubo de la basura sonriendo, con la vista puesta en el suelo. Justo antes de soltar una de las bolsas para poder abrirlo, una mano amable apareció de la nada y sujetó la tapa a media altura. Complacida, levanté la mirada para agradecer el gesto. Mi sonrisa se borró de repente y sentí como mis músculos se engarrotaban. Era él. Se había atado la sudadera a la cintura, llevaba el pelo y la camiseta humedecidos por el ejercicio y aún respiraba aceleradamente. Me miró como si supiera que aquella sonrisa me hacía tambalearme. Mamá tiene razón. Ya es hora de que hable con él. Mi mente intentaba convencer al resto de mi cuerpo. Pero fue inútil. El pulso se me aceleró y noté como la sequedad se apoderaba de mi boca. Conseguí articular a duras penas un – Gracias. – apenas audible, me di media vuelta y entre en casa a paso ligero. Una vez dentro corrí hasta el salón y miré disimuladamente entre las cortinas. Seguía allí, apoyando su codo en el buzón y mirando mi casa con extrañeza. Seguro que piensa que soy rara. Y lo peor es que no va a volver a acercarse a mí en su vida. ¿Qué has hecho? Mientras me auto condenaba mentalmente, Matt giró su cabeza hacia la ventana. Cerré de golpe la cortina y pegué la espalda a la pared. Rachel Parker. Te estás comportando como una histérica. Así que, tranquilízate, sal ahí fuera y entabla una conversación normal con ese chico ahora mismo. No sabía si aquellas palabras salían de mi conciencia o estaba volviéndome esquizofrénica, pero fuera lo que fuera, les hice caso. Respiré profundamente un par de veces.


-          Puedes hacerlo, puedes hacerlo.- me auto convencía en voz alta de camino a la entrada. Sujeté el pomo con decisión y abrí. Allí ya no había nadie. Sólo tuve tiempo de ver como se cerraba la puerta de su casa. – ¡Idiota! ¡Eres idiota! – me lamenté cerrando de un portazo.
-          ¿A quién le hablas? – preguntó mi madre desde las escaleras.
-          A mí misma – me llevé una mano a la frente – él estaba ahí, yo estaba aquí y de repente… no había nadie. Y todo por este maldito shock. Sabía lo que tenía que hacer, pero sus ojos estaban ahí, mirándome y…
-          Espera, espera Rach. No me estoy enterando de nada – llegó hasta mí con cara de póker – Relájate y cuéntamelo todo desde el principio.

Quité la mano de mi cabeza y anduve hasta el sofá respirando lentamente. Mi madre me siguió y se sentó a mi lado. Le conté mi encuentro con Matt, entre la rabia y la tristeza. Ella se echó a reír a carcajadas.

-          ¿Qué te hace tanta gracia? – pregunté indignada.
-          Estoy imaginándome la cara de ese chico.
-          ¡Mamá! – quise recriminarla, pero terminé riendo yo también al recordarle mirando mi casa como si fuera un ovni. – La verdad es que parecía descolocado.
-          Normal, no parece el típico chico del que suelan pasar las chicas.
-          ¿Sabes mamá? No me ayudas nada – fruncí el ceño y ella volvió a reír – Es que no lo entiendo ¿qué puedo hacer para controlar este estúpido bloqueo?
-          Te lo he explicado muchas veces, hija, solo es inseguridad. – se puso seria – Cuando miras a ese chico es como si vieras a un ser divino e inalcanzable. Debes convencerte de que es un chico de tu edad, normal y corriente. Bastante mono, sí, pero Rachel, ni que fuera George Clooney.
-          Podríamos discutir eso si quieres. – sonreímos las dos – En serio mamá, yo no pienso que sea un Dios. Lo único que quiero es poder comportarme como una persona normal cuando estoy delante de él.
-          Pues hazme caso. La próxima vez que se acerque a ti, si es que lo hace – hizo una breve pausa para burlarse – cuentas hasta tres y te imaginas que es cualquier amigo tuyo con el que hablas normalmente. Verás como no es tan difícil.
-          Si tú lo dices…
-          Lo digo. Y como tu problema está en la mente, deberías olvidarte de todo e ir a tu habitación. A lo mejor allí hay una sorpresita para ti que te ayuda a despejarte un poco. – Terminó la frase en tono misterioso. Se levantó, besó mi frente y se fue.

¿Un regalo? Subí a toda prisa las escaleras y entré en mi cuarto rápidamente. Había un enorme paquete sobre mi cama envuelto en papel granate oscuro. Justo encima había una nota “Ábrelo en el porche”. Lo cogí con ansias y lo levanté. Empecé a moverlo de un lado a otro intentando adivinar el contenido por su sonido. No pesaba casi nada y el ruido que hacía no era demasiado sugerente.
Me rendí y tomé dirección a la entrada. Cuando salí de casa, vi a mis padres sentados en el banco del porche, mirándome sonrientes.

-          ¡Vamos! ¡Ábrelo ya! – dijo mi madre entusiasmada.

Dejé el paquete en el suelo y lo abrí lentamente. Levanté la tapa de la caja y encontré un pequeño estuche pegado en el fondo. Comprendí que mi madre lo había hecho para evitar que pudiera hacer cábalas con el sonido. La miré y  nos sonreímos. Estaba claro que me conocía perfectamente. Arranqué la cajita con cuidado y la abrí. Dentro había unas llaves.

-          ¿Las llaves del coche de papá? – me sorprendí.
-          No – mi padre sacó unas llaves de su bolsillo y me las mostró. – Estas son las mías, y aquel de allí. – señaló hacia un Chevrolet Captiva plateado que había aparcado en la puerta de casa. – Es el resultado de ahorrar tantos años para cumplir mi sueño de conducir un flamante todoterreno como ese. Así que, ya que mi antiguo Cadillac se ha quedado sin dueño…
-          ¡¿Lo dices en serio?! – No le dejé terminar la frase - ¡¿Me regaláis el coche?!
-          Está algo arañado y evidentemente no es el último modelo del mercado, pero te servirá para ir y venir de Riverside de vez en cuando y ver a tus solitarios padres.

Mi padre puso cara de pena y aunque sabía que estaba bromeando, también tenía la certeza de que ambos me echarían tanto de menos como yo a ellos. Miré las llaves una vez más y corrí a abrazarlos.

-          Muchas gracias. Vendré a veros cada vez que pueda. Lo prometo.
-          No te despidas aún que todavía te queda mucho por aguantarme. Así que, ve dándome la lista de tus invitados de esta noche.
-          ¡Papá! No empieces otra vez.
-          Es broma – empezó a reír – ven, vamos a dar una vuelta. A ver como lo llevas.

Conocía perfectamente como conducía. Todos los fines de semana, me dejaba llevar el coche hasta casa de mis tíos para no perder la práctica. Pero sabía que le hacía ilusión verme disfrutar de su regalo, así que acepté encantada.
Mi “nuevo” Cadillac SLS que contaba pocos años menos que yo no era nada del otro mundo. De color champán tostado y asientos beige, hacían de él todo un clásico americano. Y aunque mi padre quisiera restarme responsabilidad tachándolo de chatarra por los años que tenía, sabía que para él era una reliquia y lo mantenía en un estado impecable. Mientras lo admirábamos antes de montar, me prometí a mí misma que intentaría seguir dándole una larga vida. Al montarnos y arrancar el motor sentí que nunca me había gustado tanto su sonido.


6 comentarios:

  1. El primer capítulo y ya estoy impresionada. Eres muy buena Sofi. De verdad. Con tu permiso voy a presentarte en sociedad.
    Un besazo

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    1. Muchas gracias Ana.
      Bueno yo no me considero nada del otro mundo, pero no sólo escribo con imaginación sino con todo mi sentimiento. Espero que enganche y gracias por toda la ayuda!

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  2. ENHORABUENA!!
    Deseando estoy de leer el siguiente capítulo! ;)

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  3. Hola ¡¡¡ Felicidades!!! Bienvenida al mundo de los blogs, seguro que te gustara pertenecer a este mundillo, y seguro que tus letras gustaran a todos/as, como me han gustado a mí. Adelante te sigo. Un beso.

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    1. Hola lola. Gracias por la felicitación y la bienvenida.
      Soy muy nueva en esto y aún no me manejo muy bien en el mundo bloguero.
      Me alegro que te haya gustado, espero que siga haciéndolo!
      Un beso!

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