Aún
no había amanecido cuando abrí los ojos para cambiar de postura y
encontré Amanda mirando al techo, con una mano apoyada en la frente.
- Sabes que deberías descansar más ¿Verdad? – le susurré.
- Lo sé. – se giró hacia mí. – Se me hace difícil despertarme en fin de semana sin él. No sé si me acostumbraré.
- Lo harás.
Asintió
intentando convencerse más a sí misma que a mí, pero al menos
cerró los ojos y consiguió dormir un poco más.
Liliam
se levantó con los ojos hinchados de llorar y aseguró que aquella
mañana se la pasaría en la cama. Pasaba de fijar los ojos en los
libros y llegar a su cita con David como si le hubiesen dado una
paliza. A Amanda y a mí nos pareció buena idea dar un último
repaso allí mismo y dejamos la biblioteca para otro día.
Estudiamos,
charlamos, almorzamos y nos volvimos a poner a estudiar. Entonces me
di cuenta que necesitaba un par de libros de la biblioteca para esa
semana, así que no tuve más remedio que ponerme unos vaqueros y una
camiseta para ir a por ellos en un momento.
Al
llegar, vi que la sala no estaba tan llena como la mañana anterior.
Era evidente que el domingo no era tan apetecible para estudiar. Sin
embargo, aún había un número considerable de alumnos allí, lo que
explicaba a las claras la época del curso en la que estábamos. Fui
directa al archivo y encontré fácil uno de los libros, sin embargo,
el segundo me tenía mareada. Le di tres vueltas a la estantería
dónde se suponía que estaba y no lo encontré. Me acerqué al
mostrador pero no había nadie y cuando iba a desistir y a volver a
la habitación, vi una cara conocida bajando por las escaleras.
Vestía con unos vaqueros anchos y una camiseta negra con el dibujo
de Gizmo,
en el centro. Llevaba el pelo peinado hacia delante y sus gafas le
descansaban casi en la punta de la nariz. Me quedé esperándolo al
pie de la escalera.
- Samuel, ¡Cuánto tiempo sin verte! – Le saludé.
- ¿Rachel? – se colocó las gafas en su sitio para verme mejor. – ¡Qué alegría! ¿Cómo te va? ¿Te has adaptado bien?
- Sí, muy bien. La verdad es que no me puedo quejar.
- ¿Y qué te trae por aquí? ¡Qué tontería! Los exámenes. - se explicó solo.
- Exacto. Y en concreto un libro que me tiene despistada, no lo encuentro por ningún sitio.
- ¿Cuál?
Le
pasé el papel dónde tenía apuntado el nombre, lo miró un segundo
y enseguida sonrió.
- Sé dónde puede estar. Espérame en recepción, enseguida vuelvo.
Asentí,
me dirigí a donde me había dicho y me quedé observando cómo
Samuel desaparecía por las gigantescas estanterías de la sala.
Mientras
aparecía de nuevo, me giré y apoyé mis brazos en el mostrador,
dejando la mirada perdida en un bolígrafo que descansaba por allí
entre los papeles de suscripción. De repente, empezó a ascender
ayudado por una mano que seguí con la vista hasta llegar a su dueño.
Matt miraba simultáneamente al bolígrafo y a mí con una ceja
arqueada.
- ¿Por fin han inventado el bolígrafo que te ayuda a estudiar con tan sólo mirarlo? – preguntó con media sonrisa.
- Está de pruebas pero es una estafa. – bromeé. – tendré que seguir haciéndolo como todos los demás, gastando codos.
- Lo siento. – ironizó.
- No te preocupes, lo imaginaba.
Mi
vecino sonrió y se acercó a mí para besar mi mejilla. Posiblemente
nunca me acostumbraría a aquello.
- Me alegro de verte. – miró a su alrededor. - ¿Estudiando un rato?
- Buscando un libro.
- ¿Y hay suerte?
- Aquí lo tienes, Rachel. – Samuel puso el libro sobre el mostrador.
- Parece que sí. – contesté a Matt mostrándole el libro. – Muchas gracias, Samuel. – me giré hacia él. – Eres un encanto.
- De nada. – se sonrojó. – Ya sabes que aquí me tienes para lo que quieras. – le sonreí con agradecimiento y se marchó.
- Creo que le gustas. – susurró Matt.
- No digas tonterías. Sólo es un buen chico.
- ¿Por qué iba a ser una tontería? – me miró con sus profundos ojos verdes y gracias a dios, cambió de tema. – Entonces, ¿Tienes que estudiar?
- No tengo nada mejor que hacer. – me encogí de hombros.
- ¿Y si yo te propongo algo? – se inclinó hacia mí con voz misteriosa. Sentí un escalofrío.
- ¿Cómo qué? – intenté que no notara que tragaba.
- Si me regalas tres horas de tu tiempo, prometo darte una sorpresa agradable.
- Eso suena demasiado misterioso. ¿Alguna pista?
- No. – negó también con la cabeza. – Tendrás que confiar en mí.
- No sé, no sé. – puse cara de estar pensándomelo.
- ¿Y si te lo pido por favor? – me preguntó ladeando la cabeza. – Necesito hablar.
Era
evidente que iba a aceptar desde la primera vez que me lo había
pedido, pero su última frase me hizo desear hacerlo aún más.
- Si me lo pides así…
- Genial. – sonrió ampliamente. – Sígueme.
Salimos
de la biblioteca uno tras del otro. Matt iba delante y daba grandes
zancadas, parecía tener prisa. Me miraba de reojo y sonreía de vez
en cuando. Yo aproveché el camino para mandarles un mensaje a las
chicas y decirles que estaría con él unas horas, que no me
llamaran. Liliam fue la encargada de contestarme “Y
PARECÍAS TONTA CUANDO TE ENCONTRAMOS. SUERTE!!”.
Sonreí y Matt me miró con curiosidad.
- Sólo es Liliam. – le expliqué.
- No he preguntado. – se volvió amagando una sonrisa.
Atravesamos
los jardines y cruzamos por delante de la puerta de la Residencia.
Pude comprobar que Matt se dirigía con paso firme hasta los
aparcamientos. Vi como se buscaba algo en el bolsillo y sacó las
llaves de su precioso Dodge Avenger azul. Por lo que yo sabía, su
padre lo compró poco antes de morir y ahora que pertenecía a mi
vecino, lo cuidaba como si fuese un tesoro. Siempre lo tenía limpio
y brillante, aunque eso no era extraño ya que, lo había observado
más de un domingo puliéndolo con cera hasta dejarlo impecable. Lo
había divisado antes que él, casi lo conocía mejor que al mío,
que estaba aparcado varios metros más atrás. Lo miré con
incertidumbre.
- Tranquila, no te voy a secuestrar. – me dijo al ver mi cara. – Pero necesitamos el coche o en vez de tres horas tardaremos mucho más.
- No estoy preocupada. – me encogí de hombros. – Mis amigas saben que estoy contigo. Serás el sospechoso número uno si me pasa algo.
- Vaya, has destrozado mi plan. – bromeó mientras me abría la puerta de copiloto. – Acomódate si aún quieres venir conmigo.
Me
senté con seguridad y le observé de reojo. Él volvió a sonreír,
cerró la puerta despacio, rodeó el vehículo y subió por la otra
parte. En pocos segundos estábamos cruzando la verja de la
Universidad y tomando dirección a la carretera principal.
No
podía creerme que estuviera en su coche, con mi mano a unos
centímetros de la suya, apoyada en la palanca de cambio. Cuántas
veces había imaginado aquella escena y en ese momento, era real.
Estaba ilusionada, pero a la vez confundida. No sabía dónde íbamos
ni de qué necesitaba hablar. Le miré de reojo, iba vestido con unos
vaqueros, una camisa azul de cuadros y debajo, una camiseta blanca
con cuello de pico que me ayudaba a divisar perfectamente el dibujo
de su clavícula. Aparté la vista de él cuando me di cuenta de que
me miraba.
- ¿Ocurre algo? – preguntó.
- No. – resbalé hacia abajo en el asiento, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos. – Sólo disfrutaba del paseo.
No
dijo nada y tampoco supe que cara puso, pero seguro que andaba por
allí esa perfecta sonrisa.
Matt
encendió la radio y estuvo cambiando de una emisora a otra hasta que
encontró lo que buscaba: You´re
Beautiful de James Blunt, empezó a sonar relajadamente
entre nosotros. Incliné un poco la cabeza hacia la ventanilla y abrí
los ojos. Ya estábamos en la autopista y según los carteles íbamos
en dirección al oeste, como si fuéramos a casa.
- Esta canción es injusta. – dijo mientras terminaba de sonar en la radio. – Te cruzas con alguien perfecto pero sabes que nunca será para ti. ¿Qué sentido tiene?
- El que quieras darle. – le contesté volviéndome hacia él. – Para mí significa, que a veces la vida nos pone cosas buenas delante y apenas nos deja disfrutarlas, pero hay que ser realista, dejarlas pasar y quedarse con lo bueno en vez de lamentarse por no tenerlas.
- Me gustaría pensar así.
Lo
dijo como un anhelo, y después se volvió a quedar en silencio, con
sus pensamientos perdidos en algún lugar. Volví a mirar por la
ventanilla y vi un cartel en el que rezaba el nombre de nuestra
ciudad y los kilómetros que quedaban hasta ella. Le miré
sorprendida.
- Siento decepcionarte pero no vamos a casa. - respondió como si me leyese el pensamiento.
- ¿Entonces?
- Está un poco más cerca.
Justo
cuando dijo eso, cogimos un desvío en la carretera que señalaba
varios destinos posibles. Matt no quiso decirme cuál era, aún así,
todos tenían algo común que me gustaba: arena y mar.
- ¿Vamos a la playa? – Sonreí ampliamente.
- ¿Quién sabe? – se encogió de hombros con un gesto divertido. – Si tanta ilusión te hace… a lo mejor sí.
- ¡Por supuesto que me hace ilusión!
Sonrió
sin apartar la vista de la carretera y quise agarrarle por el brazo y
abrazarme a él. En vez de eso, me abracé al libro que Samuel me
había dado y apoyé la cabeza en la ventanilla, conteniendo las
ganas de patalear de alegría. Hacía tanto que no estaba en la
playa…
Al
cabo de unos minutos, por fin pude saber con exactitud dónde íbamos.
Todos los destinos habían ido desapareciendo a un lado y otro de la
carretera hasta quedar sólo uno: Newport Beach. Ya había estado
allí un par de veces, visitando a unos amigos del trabajo de papá.
Una ciudad llena de lujos y de gente de dinero, donde el turismo iba,
literalmente, a dejarse el sueldo. Hacía poco que se había hecho
famosa en todo el mundo gracias a la serie The
O.C., y lo cierto era que la realidad no distaba mucho
de la ficción. Casas impresionantes y hoteles ostentosos, gente diez
cruzando de un lado a otro, con decenas de bolsas de grandes firmas
en las manos, coches prohibitivos y muchos de los mejores surfistas
de california, se encontraban en aquella ciudad. En fin, la ciudad
perfecta para los niños de papá a los que no les duele gastarse el
dinero, simplemente, porque no es suyo.
- ¿Sabes? Rose nació aquí. – dijo como si de nuevo estuviera viendo mis pensamientos. No pude evitar reírme con los labios apretados. - ¿De qué te ries?
- Mejor no preguntes. – Me miró un segundo y prefirió hacerme caso. - ¿Por qué hemos venido a Newport?
- Quiero enseñarte algo.
Cruzamos
toda la ciudad bordeando la costa. Pude ver la playa y un sinfín de
sombrillas que iban ya cerrándose para volver a casa, pronto caería
la tarde. También pude deleitarme con la cantidad de yates que
andaban allí fondeados. Realmente era un ciudad de gente acaudalada.
Casi
estábamos volviendo a salir de la ciudad cuando mi vecino bajó por
una carretera estrecha hasta una playa mucho menos poblada que las
que habíamos dejado atrás. Aparcó junto a un puesto de helados.
- Vamos allí. – Matt señaló unos acantilados que había a unos doscientos metros, - Podría haber aparcado más cerca pero he pensado que a lo mejor prefieres ir paseando por la playa.
- Me encanta cuando piensas.
Le
sonreí y me bajé del coche con prisas. Tal y como salí, noté la
brisa pegar en mi cara y en mi cuerpo. Me abracé a mí misma, cerré
los ojos y respiré profundamente. El aroma a sal entró por mis
pulmones purificándolos y lo expulsé despacio, sin querer dejarlo
escapar del todo. Me sentí como en casa.
Al
abrir los ojos vi a Matt observándome, sus labios se inclinaban casi
imperceptiblemente hacia arriba, y sus ojos me miraban con
delicadeza, como si me estuviera admirando.
- Siento romper este momento de magia entre tú y la playa pero, se nos hace tarde. – me dijo con voz melancólica. Estaba segura de que él se sentía tan reconfortado como yo. – Toma, me pasó una pequeña mochila negra. – Por si quieres descalzarte. – Él ya lo había hecho y sus zapatos estaban dentro de la mochila.
- Buena idea. – me senté en el muro del paseo y me quité las zapatillas. Luego las guardé en la mochila.
- ¿De qué quieres el helado? – me preguntó mientras se colgaba la bolsa con los zapatos y caminaba hacia la heladería ambulante. – Y no vale declinar la oferta.
- Está bien. – me reí. – Cheesecake, entonces.
- Buena elección.
Llegamos
hasta la orilla mientras saboreábamos los helados. Adoré volver a
sentir el mar en mis pies. La playa estaba casi desierta, sólo había
alguna que otra pareja dándose el lote y un grupo de chicos jugando
a tirarse bombas de arena mientras corrían hacia el agua como si
estuvieran rebozados y listos para freír. Reían a carcajadas.
- ¿Ves por qué me gusta tanto esto? Es relajante y todo el mundo disfruta.
- Sí. – mordisqueó con sus paletas la galleta del helado. – Aunque también hay gente que lo utiliza para intentar suicidarse. – le miré extrañada. – Conozco el caso de una chica que quiso morir achicharrada por el sol en una playa. – me miró de reojo con media sonrisa. - ¿Lo habías oído?
- ¡Idiota! – le golpeé el brazo mientras se reía. Lo apretó instintivamente para recibir el golpe. Estaba realmente fuerte.
Le
observé mientras terminábamos nuestros helados y me contaba su
frustrado intento por convertirse en surfista. Parecía relajado y
los ojos le brillaban en un tono verde claro. Se reía mientras
hablaba y gesticulaba con todo el cuerpo imitando las posturas
correctas para coger una ola, y también para caerse de ella. Se
había remangado los pantalones y su piel morena resaltaba aún más
bajo el agua. Pensé en la canción de Blunt y lo bonito que era
aquel momento. Yo, al contrario del cantante, no sabía si alguna vez
él sería mío, pero me aseguré de disfrutar de aquello por si
acaso.
Matt
miró al horizonte y luego se miró el reloj.
- Tenemos que darnos prisa o nos lo perderemos. – me cogió por la muñeca y empezó a correr. – Vamos, sígueme.
Le
seguí a trompicones los primeros pasos, luego me soltó y fui tras
él con mayor facilidad. Llegamos hasta los acantilados y subimos de
vuelta al paseo. Pocos pasos más allá se acabó el lujoso enlosado
y empezó un pequeño camino de tierra en el que Matt se paró en
seco. Abrió la mochila y sacó las zapatillas.
- Será mejor que nos las pongamos.
Nos
calzamos en pocos segundos y empezamos a subir por el sendero. Ya no
corríamos pero aún caminábamos a paso ligero. Al llegar un poco
más arriba, el camino se empezó a convertir en un montón de rocas
que tuvimos que escalar. Mi vecino me tomó por el brazo y me ayudó
en todo momento. Después de unas cuantas rocas más, divisé una
apertura en la montaña.
- Es aquí, ya hemos llegado.
Nos
colamos por el hueco agachando la cabeza y tras atravesar una galería
interior, salimos al otro lado del acantilado. Había un pequeño
llano encima de lo que parecía unos riscos muy afiliados. La forma
cóncava de la cueva, lo resguardaba del aire y desde allí sólo se
veía el mar y el cielo. Miré hacia mi derecha y vi un par de
piedras planas donde Matt ya se había sentado. Justo enfrente, junto
a su cabeza, había un farol apagado y una especie de H
tallada en la pared.
- Ven, siéntate. – señaló la piedra plana que había desalojada. – Tienes que ver esto.
- ¿El qué? – le pregunté mientras tomaba asiento a su lado.
- La sorpresa que te prometí. – dijo señalando al frente. Seguí la dirección de su dedo. – Justo… ahora.
Estaba
atardeciendo. El sol brillaba anaranjado y rojo, empezando a
desaparecer por el horizonte. Era como si hubiese entrado en contacto
con el mar y se estuviese apagando poco a poco, una llama
consumiéndose bajo el agua. El día que parecía no querer sucumbir
y las estrellas que ya empezaban a aparecer sobre él, como si le
obligaran a marcharse. Había visto muchos atardeceres, pero nunca
uno tan bonito.
Cuando
el sol terminó de irse y las estrellas resplandecían ya en todo su
esplendor, me sorprendió no verme a oscuras. Una luz tenue y
chispeante salía de mi derecha. Al girarme vi el farol llameando
sobre la cabeza de Matt. No sabía cuando lo había encendido, ni
siquiera me pareció que se moviese mientras veíamos atardecer. De
hecho, mi vecino seguía tan absorto en el mar que dudé de haberlo
visto apagado antes.
- ¿Te ha gustado? – preguntó sin desviar la mirada.
- Creo que no he visto nada más bonito.
- Ni yo. – me miró daleando la cabeza. – Al menos, en soledad no me parecía para tanto. Imagino que la compañía ayuda.
- Gracias. – Desvié la mirada hacia el frente y me alegré que aquel farol no alumbrara lo suficiente, aún así no pude evitar sonreír como tonta. – ¿Quieres decir que es la primera vez que vienes aquí con alguien? – me costaba creerlo.
- Sí. Este lugar es especial para mí. – le miré de reojo y vi como miraba hacia delante con la cara en tensión. – Cuando murió mi padre… – tragó con fuerza y se humedeció los labios. – Hacía poco que me había sacado el carné de conducir y no conocía ninguna carretera, pero me monté en el coche y me puse a conducir hacia ningún lugar. Sin darme cuenta llegué a estos acantilados y subí hasta aquí. Ni te imaginas las cosas que pensé. – se rió con amargura. – Cogí una piedra y tallé esa letra. – señaló la H que había en la pared. – Fue un pequeño homenaje a mi padre. Sólo tenía 16 años y estaba totalmente perdido. Me senté justo dónde estás tú y me hinché a llorar como un bebé. – los ojos le brillaban en la oscuridad. – Y entonces atardeció y me quedé a oscuras. No se oía nada, sólo el mar golpeando las rocas y algún que otro pájaro. Justo como ahora. – se quedó callado unos segundos, señalando el ambiente con sus manos. Tenía razón. – Me envolvió una extraña paz y me tranquilicé. Luego me di media vuelta y volví a casa a abrazar a mi madre. Era lo único que quería en aquel momento. – se echó las manos a la cara y me sorprendí al ver que sollozaba.
- Matt… – le coloqué tímidamente una mano en el hombro.
- ¡Joder! – se echó hacia atrás y se golpeó los muslos con los puños apretados. – No sé por qué te cuento todo esto. Posiblemente no te importe.
- Claro que me importa. – se giró rápidamente hacia mí, mirándome con incredulidad. – Y si me lo has contado es sólo porque hablar alivia el sufrimiento.
- ¿De verdad te importa? – parecía asombrado.
- Por supuesto. Somos amigos ¿no?
- ¿Recuerdas que el otro día te dije que había dejado de creer en muchas cosas? – asentí con la cabeza. – La amistad es una de ellas.
- Entonces ¿no me consideras tu amiga? – ahora la sorprendida era yo.
- Todo lo contrario. Tú me has devuelto la fe.
Sus
palabras llegaron a mí pecho como una flecha incandescente que me
hizo arder la boca del estómago y que me zarandeó por dentro. Quise
atraerlo hacia mí. Quería abrazarle y también besarle. Quise
asegurarle que podía confiar en mí y que iba estar siempre a su
lado, pero antes de que pudiera decidir nada, giró la cabeza de
nuevo al infinito y volvió a apretar la mandíbula.
- Desde aquel día, vengo aquí cada vez que me siento mal, solo, o perdido. No sé cómo, pero este sitio me calma y me ayuda a seguir. – me volvió a mirar. Ya no estaba llorando pero aún se le señalaba la caída de las lágrimas por la mejilla. – Esta pequeña cueva se ha convertido en mi guarida secreta.
- ¿Y por qué me has traído a ella? – le pregunté cuando las palabras volvieron a mi boca.
- No sé por qué te he traído. Quizás quería demostrarte que confío en ti. – agachó la vista un momento. – Sentía que te debía algo así después de como te traté la otra tarde. – me sonrió casi avergonzado. – Además, si tú no cuentas nada, seguirá siendo secreta, aunque ahora sea compartida.
- Te prometo no mencionarla.
- No tienes que prometerme nada y puedes venir aquí cuando tú quieras. Ahora también es tuya.
- Gracias. – me atreví a acariciarle la cara y noté como tragaba.
- Rach. – cerró los ojos y suspiró. – Creo que deberíamos irnos. Se ha hecho muy tarde.
No
era exactamente la frase que me hubiese gustado oír, pero al mirar
mi reloj, supe que tenía razón. Había anochecido por completo y
nos quedaba casi una hora de camino de vuelta. Recordé lo que me
había escrito en la carta: Mi
madre estaba de los nervios. Se pone como loca cuando tengo que
conducir de noche.
Pensé
en mamá. Si me viera en aquel instante, me lloverían reproches de
todos los colores.
- Pues sí, deberíamos volver. – suspiré con tristeza.
- Es como la canción del coche, un momento perfecto pero con caducidad. – se levantó sacudiéndose el pantalón y agarró el farol. – Pero gracias a tu teoría, lo he disfrutado.
Le
sonreí mientras alzaba la luz por encima de nosotros. Me hizo gracia
que él también hubiese pensado en la canción aquella tarde. Deseé
que hubiesen muchos más momentos como aquel entre los dos, aunque
supiéramos que todos tendrían un final.
Bajamos
las rocas con cuidado. Primero descendía él, ponía el farol en un
sitió estratégico que alumbrara el camino y después me ayudaba a
sortear obstáculos. Cada vez que caía en sus brazos se me aceleraba
el pulso. Estar cerca de él era un vaivén incontrolable de
emociones.
Cuando
llegamos abajo, Matt escondió el farol tras unas piedras y puso una
roca justo delante, me guiñó un ojo y seguimos andando hasta el
paseo. Agradecí estar por fin a la luz de una lista interminable de
farolas.
- ¿Te has dado cuenta? – me preguntó con un hilo de ilusión. – Mientras veníamos de la playa hasta aquí, ha sido la primera vez que hemos corrido juntos.
- Es cierto. – le sonreí. – Pero aún nos debemos una de verdad.
- Por supuesto. – puso cara de pillo. – ¿Qué te parece si vamos ensayando?
- ¿Cómo?
- Te echo una carrera hasta el coche. – señaló el puesto de helados, al final del paseo.
- No sé, Matt, estoy cansada y… – salí a correr mientras él esperaba que terminara la frase.
- ¡Eh! ¡Eso es trampa! – me gritó y salió a toda prisa tras de mí.
Aunque
le había ganado unos segundos, llegó hasta mí sin esfuerzo, era
muy veloz. Sin embargo, no me adelantó en ningún momento. Miré
hacia atrás sonriendo y él me devolvió la mirada con el ceño
fruncido, aparentando estar enfadado.
Al
llegar al coche, adelanté la mano y lo toqué para asegurarle que
había ganado, aunque sabía perfectamente que él me había dejado
hacerlo. Justo después llegó él.
- ¡Tramposa! – me acusó con el dedo mientras recuperaba aire.
- ¿No pensabas dejarme ventaja? – apoyé los dos brazos en el coche y respiré hondo. – Eres un chico, y como tal, tienes ventaja genética.
- Sí, ya, excusas, excusas. - sonrió. – Pero esto no queda así, te la devolveré. – me advirtió.
Fue
un camino de vuelta relajado y divertido. Ambos habíamos intentado
imitar a cualquier cantante que sonaba en la radio con resultados
tristemente vergonzosos.
Me
pidió que le contara alguna anécdota divertida como la que él me
había regalado sobre el surf. Le conté cuando mi madre me había
encontrado frente al espejo del baño, simulando recoger un Pulitzer
y dándole las gracias a consciencia a mi ídolo y amiga, Lois Lane.
Se rio tanto que tuve que pedirle un par de veces que se concentrara
en la carretera. Le advertí que si se lo contaba a alguien le
cortaba la lengua mientras dormía.
Habíamos
llegado al Campus hacía cinco minutos. Mi vecino había aparcado el
coche casi de donde lo había sacado y en ese momento nos
encontrábamos frente a las puertas de la residencia.
- Oye ¿Dónde has dejado a Rose hoy? – Había querido hacerle esa pregunta desde que lo vi pero no quería estropear el día.
- Tenía que estudiar. – me respondió encogiéndose de hombros. – Eso le pasa por irse de compras toda una tarde.
- ¿Ha encontrado sustituto para su vestido?
- Sí. Unos diez o doce sustitutos. – se rió y creí notar un cierto sarcasmo en su voz. – No te preocupes por Rose, sus problemas son mucho menores de lo que parecen.
- De acuerdo. – no tenía pensado preocuparme por ella, sólo albergaba la esperanza de que hubieran discutido pero...no tuve suerte.
- Por cierto, Rach. – alzó un dedo y puso cara de haberse acordado de algo de repente. – En menos de dos semanas es Navidad. No sé si tienes pensado quedarte aquí o irte a casa.
- Quería ir a casa, pero tengo tantos exámenes que creo que me quedaré. Además, Lil es evidente que no puede ir a casa y Amanda está aún más agobiada que yo con los libros. Lo normal será que me quede.
- Yo estoy igual, así que también me quedo. – me acababa de alegrar las Navidades. – Pero quiero ir a casa el fin de semana que viene. Por lo menos para ver a la familia, ya sabes. – asentí. – Me preguntaba sí te gustaría acompañarme.
- ¿En serio?
- Sí. – sonrió. – Bueno, la verdad es que voy con Rose. – Mierda… – Pero podrías venir con tus amigas y así visitas a tus padres. – se me acercó y me habló como si me contara un secreto. – mi madre me ha dicho que ha oído discutir a tus padres sobre que no habías ido a verles aún. – Abrí los ojos de par en par. – Y he pensado que podíamos ir todos y así ahorrar gasolina.
- Vaya. – me sentí mal. – Mis padres tienen razón.
- Rachel. – se rió. – era broma, mi madre no me ha dicho nada de eso. Imagino que tus padres te entienden perfectamente – le miré negando con la cabeza.
- Aún así, debería haber ido a verles. Se lo prometí.
- Bueno, pues entonces acepta mi oferta.
- La acepto. – le sonreí. – Sé que Amanda no puede venir pero seguro que a Liliam le hace ilusión conocer a mis padres y mi vida fuera de aquí.
- Genial. Será divertido.
- Seguro. – miré mi reloj. - ¡Dios, qué tarde es! – cómo volaba el tiempo cuando estaba con él. – Será mejor que suba.
- Tienes razón. – me miró apretando los labios. – Pero antes de irte, necesito algo más de ti.
- ¿El qué?
- Esto.
Matt
se acercó a mí con decisión. El corazón se me desbocó cuando lo
vi tan seguro y tan cerca. Metió los brazos por mi cintura y me
rodeó con ellos atrayéndome hacia él para abrazarme con ternura,
apoyando su barbilla en mi hombro y suspirando sobre él.
De
repente mi mente se desplazó hacia aquella barcaza turística en
Canadá. Sentí como si volviera estar frente a las cataratas y un
bofetón de agua helada me calara hasta los huesos por no haber
consentido ponerme el chubasquero. Un escalofrío me recorrió de la
cabeza a los pies y temí que se diera cuenta de que mi corazón
bombeaba con fuerza junto a su pecho. Cerré los ojos al acomodar mi
cabeza en el hueco de su clavícula y le devolví el abrazo como si
fuera de cristal y pudiera partirse en mil pedazos.
- Gracias. – me susurró al oído y sentí como se me erizaban los vellos de la nuca.
Noté
que iba a retirarse y me dieron ganas de apretarlo para que no lo
hiciera, pero abrí mis brazos y le dejé salir.
Al
mirarlo de nuevo a la cara, hubiese jurado que tenía las mejillas
encendidas. Me sonrió tímidamente y volví a ver esa fragilidad de
la que David me había hablado. Ya sabía que la muerte de su padre
le producía un gran dolor, pero aún parecía ocultar algo más.
- Tenemos que repetir esto. – dijo mirándome a los ojos.
- ¿Abrazarnos?
- Me refería a lo de esta tarde en general. – ¡Ingenua! – Pero hacía tanto tiempo que no me daban un abrazo tan reconfortante que no me importaría repetir. – Ahora fui yo la que se sonrojó y no pude hacer nada por ocultarlo. – Bueno, nos vemos pronto ¿Vale?
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